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Nombre entregado
Tú
te llamabas Carmen
y era hermoso decir una a una tus letras,
desnudarlas,
mirarte en cada una
como si fuesen ramas distintas de alegría,
distintos
besos en mi boca reunidos.
Era hermoso saberte con un nombre
que ya me
duele ahora entre los labios,
me sangra entre los labios como el moho de una
fruta,
como algo que yo querría nombrar constantemente
y me estuviese
amordazando con su olvido,
con su apremiante negación de ser,
porque es
inútil repetir lo que termina en nada.
Es posible que ya no puedas tú tener un
nombre,
encerrar en un nombre tu ternura,
tus verdes ojos dulces,
la
dorada humedad de tu cabello,
que ya no puedes responderme si te llamo,
si
te sigo llamando y nada me devuelve
la ilusoria constancia de que aún eres
cierta.
Ahora es de noche y tú no tienes nombre,
a nadie pertenecen tu
voz, tus adjetivos,
mientras cae la lluvia
mansamente y es más frágil la
vida
cuando al llamarte sé que ya no tienes nombre.
¿Es verdad que te
has ido para siempre,
que no podremos ya mirar los árboles mojados,
la
lenta pesadumbre de las tardes calladas,
el nocturno temor que a nuestro amor
unía?
¿Es verdad que tu boca se irá deshabitando
sin responder a nadie ni
siquiera en silencio,
que ya no cabré nunca en tu mirada,
en tus manos que
guardan mi latido en su piel?
No puedo imaginar que alguien te
llame
allí por ese reino donde ahora enmudeces
mordiéndote los labios como
entonces
y tú vuelvas los ojos para ver si es posible
que tengas todavía
un nombre en que esconderte,
un nombre que estacione la vida entre sus
letras,
que sea vanamente igual que Carmen,
porque ahora es de noche y tú
no tienes nombre.
Pero entonces he mirado la luz,
los péndulos
furtivos del otoño,
los hombres que caminan y caminan,
las aves del
regreso, torpes ya con el frío,
estos libros que ardieron con nuestros ojos
juntos,
mis padres, mis hermanos, con sus sombras gemelas,
mi amigo Juan
Valencia, que está a mi lado y no
me habla, y sé que estoy viviendo,
he
aprendido que son las cosas quietas
las que evidencian mi razón de cada
día,
que eres tú quien te has ido a una gran soledad,
quien no puedes
volver con aquel nombre tuyo,
con aquel cuerpo ajeno y transeúnte que
tenías,
con algo que no sea caricia o beso o lágrima
y lo convoque todo a
una historia única
donde decir tu nombre equivalga también a
poseerte.
Porque es triste y es también preciso
comprender que eso es
vivir: ir olvidando,
consistir en palabras que están llamando a
nadie,
saber que es una grieta súbita
la que arrasa y corrompe la más
cierta esperanza,
saber que es el desamor
quien detrás de lo más amado
espera
para poder seguir viviendo
a pesar de la noche y tu nombre
entregado.
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José Manuel Caballero Bonald
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