lunes, 29 de abril de 2013

__La sirenita

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__ CUENTOS __


Había una vez un hermoso lugar, en lo más profundo de los mares donde el agua es pura y transparente como el cristal, y en ella abundan las plantas, las flores y los peces de formas extraordinarias.




Allí existía un esplendoroso palacio que pertenecía al Rey de los Mares.  Estaba realizado de coral y de caracolas y adornado con perlas de todos tamaños, estrellas y esponjas, y allí vivía el rey junto con sus seis lindas hijitas.
Sirenita, la más joven, además de ser la más bella, poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusa al oírla dejaban de flotar. La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.





-"¡Oh!, ¡Cuánto me  gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!".
- "Todavía eres demasiado joven" -respondió la madre-. "Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para salir a la superficie, como a tus hermanas".
Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín ornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.





Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor. "¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo!. Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres, Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!".
Apenas su padre terminó de hablar, Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante!. Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer . El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida. 




"¡Qué hermoso es todo!" -exclamó feliz, dando palmadas-. 
Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. "¡Cómo me gustaría hablar con ellos!". Pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: "¡Jamás seré como ellos!". 
A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: "¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!". La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón. La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. Sirenita se dio cuenta enseguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.



- "¡Cuidado! ¡El mar...!".
En vano  Sirenita gritó y gritó. Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe lo tuvo en sus brazos. El joven estaba inconsciente, mientras Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo. Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar.



- "¡Corred! ¡Corred!" -gritaba una dama de forma atolondrada-. "¡Hay un hombre en la playa!" "¡Está vivo!. ¡Pobrecito! ¡Ha sido la tormenta...! ¡ Llevémosle al castillo!".
- "¡No!¡No! Es mejor pedir ayuda..."
La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas. "¡Gracias por haberme salvado!" Le susurró a la bella desconocida. Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella y no la otra, quién lo había salvado. Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos! Cuando llegó a la mansión paterna, Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en su garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, Sirenita, nunca podría casarse con un hombre. Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.



- "¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor."
- "¡No me importa" -respondió Sirenita con lágrimas en los ojos-, "a condición de que pueda volver con él!".
- "¡No he terminado todavía!" -dijo la vieja-." Deberás darme tu hermosa voz, te quedarás muda para siempre!. Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.



- "¡Acepto!" -dijo por último Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa-.
Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.
- "No temas" .le dijo de repente-,"estás a salvo. ¿De dónde vienes?".
Pero Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle.
- "Te llevaré al castillo y te curaré.".
Durante los días siguientes, para

 Sirenita empezó una nueva vida: 

llevaba maravillosos vestidos y 

acompañaba al príncipe en sus 

paseos. Una noche fue invitada al 

baile que daba la corte, pero tal 

y como había predicho la bruja, 

cada paso, cada movimiento de las 

piernas le producía atroces 



dolores como premio de poder vivir

 junto a su amado. 

Aunque no 

pudiese responder con palabras a

 las atenciones del príncipe, éste

 le tenía afecto y la colmaba de 

gentilezas. Sin embargo, el joven 

tenía en su corazón a la 

desconocida dama que había visto

 cuando fue rescatado después del

 naufragio. Desde entonces no la 

había visto más porque, después de

 ser salvado, la desconocida dama 

tuvo que partir de inmediato a su 

país. Cuando estaba con Sirenita,

 el príncipe le profesaba a ésta 



un sincero afecto, pero no

 desaparecía la otra de su 

pensamiento. Y la pequeña sirena, 

que se daba cuenta de que no era 

ella la predilecta del joven,

 sufría aún más. Por las noches,

 Sirenita dejaba a escondidas el 

castillo para ir a llorar junto a 

la playa. Pero el destino le 

reservaba otra sorpresa









Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de Sirenita. La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. 



Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo. Al caer la noche, Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas: 
- "¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo  y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas."
Como en un sueño, Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma. Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un  sonido de campanillas: "¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!"



- "¿Quienes sois?" -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz-"¿Dónde estáis?".
- "Estas con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos."
Sirenita , conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban: "¡Fíjate!. Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras!  Tenemos mucho trabajo. ¿Quieres ayudarnos?
- ¡Claro que quiero! -gritó con alborozo la sirenita-.
Y calmada, contenta, ligera, se lanzó en seguimiento de las hijas del aire



La sirenita

por


Hans Christian Andersen


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_ARTESANO LLAMADO JOSÉ



POEMA PARA UN ARTESANO LLAMADO JOSÉ      




María, en Nazaret, era la esencia
purísima del júbilo y del gozo;
y tú, el callado manantial, el pozo
donde bebía el sol su transparencia.


María era la flor de la ternura,
el vuelo angelical de la paloma;
y tú, José, el regazo de su aroma,
el íntimo caudal de su hermosura.


María era la mar de la belleza,
la inmensidad de Dios que se hizo esposa;
y tú, José, la playa silenciosa
bañada en pleamares de pureza.


María era el Amor que halló cobijo
en la flor virginal de su regazo;
y tú, José, el aliento y el abrazo
donde aprendió su humanidad el Hijo.


María era la madre que sabía
cuidar la casa, preparar la mesa;
y tú, José, el camino, la promesa
de hacer de Dios un Hombre cada día.


Oh, santidad la tuya, tan ingrave,
tan oculta, José, tan amorosa
como la gracia humilde de una rosa
que regala su aroma y no lo sabe.



Oh, temblorosa mano carpintera
que en gotas de sudor y de alegría,
bajo el amor de su carpintería
versificó en plegarias la madera.



Oh, santidad de urdimbres laborales,
desazón de raíz corredentora,
fuente callada, sordomuda aurora,
árbol de ruiseñores celestiales.



José Amor, José Cielo, José Fuente,
José Silencio, claridad sin brillo
que hizo oración de todo lo sencillo
en su taller de amor, sencillamente.



Manantial de prudencias, hondo ejemplo
de discreciones, cátedra artesana,
noche sonora y tímida mañana,
hogar de gozos con olor a templo.



Mira, José, este mundo que habitamos,
huerto de olvidos, muladar de goces,
este orfeón de gritos y de voces,
esta coral de penas que lloramos.



Tú, José, jornalero de ternuras,
artesano de lirios laborales,
enciende en nuestros músculos, ciriales
y lámparas en nuestras amarguras.



Tú, que tuviste a Dios entre las manos
y se las ofreciste encallecidas,
ofrécele el sudor de nuestras vidas
para ganar el pan de ser cristianos.



José, peón de la bondad, obrero
de Dios, puebla de gozo los talleres
y ordena el mundo como tú lo quieres,
como una ofrenda hacia el Amor primero.



Tú, que con la ternura de María
hiciste de tu hogar un santuario,
haz de nuestros sudores un rosario
que sepamos rezar con alegría.



Porque desde que tú, José, maestro
de amor, hiciste salmos de tus músculos,
el trabajo es ofrenda de crepúsculos,
avemaría, salve y padrenuestro.



Y se llama José la reciedumbre
del sudor, la ansiedad de la herramienta,
José el esfuerzo y el afán que alienta
al corazón para avivar su lumbre.



José se llama la humildad sencilla,
el silencio del hombre que labora;
José, la desazón abrasadora
que va rezando surcos en la arcilla.



José la recia hondura del minero,
José la dura brega metalúrgica,
José la espera, la oración litúrgica
del mar cuando regresa el marinero.



Oh, divina y humana artesanía,
enséñanos, José, tu amor, tu huella
y déjanos, como señal, la estrella
maternal y amorosa de María.




José María Fernández Nieto


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. CUENTO

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DE LO QUE ACONTECIÓ A UN HOMBRE BUENO CON SU HIJO


(Adaptación del original)


Por
Juan Manuel



—Señor Conde Lucanor –dijo una vez Patronio-, un buen hombre labrador tenía un hijo mozo y de muy claro entendimiento, a quien el padre, fatigado por los achaques de la ancianidad, deseaba traspasar el gobierno de su casa. Pero no osaba hacerlo, porque el mozo, que desconfiaba grandemente de sus propias iniciativas, dejábase gobernar, sin embargo, por el consejo del último con quien tropezara; y siendo tan diversos los pareceres como lo son los hombres, creía con razón el padre que, regida del mozo, todo había de ser hacer y deshacer en su hacienda: los viñedos serían destinados a labradío, cuando alguien lo aconsejara; los prados trocaríanse en monte, y en huerta los olivares.
Queriendo que el mozo aprendiera a guiarse por su propia idea y no fuera juguete de ajenas opiniones, cierto día de mercado en la próxima villa el buen hombre determinó de ir allá con su hijo a pretexto de adquirir varias cosas que le faltaban.




Pusiéronse en camino, llevando por delante un borriquillo en que cargar lo comprado. De allí a poco se cruzaron con un grupo de labradores que regresaban ya de la villa. Saludáronse con un “Santos y buenos días”, y así que hubieron pasado, dijole el hombre a su hijo:
—Párate un momento y escucha lo que van hablando.
Los caminantes decían, entre risas y bromas:



—¡Buen par de tontos! Los dos a pie y el burro sin carga.
—¿Qué te parece?— preguntó el buen hombre.
—Que dicen verdad —respondió el mozo—; ya que el borrico no va cargado no hay razón para que vayamos a pie ambos.
—Pues móntate tú en él —ordenó el padre.
Siguieron así un buen trecho hasta que se cruzaron con un nuevo grupo de viajeros. Saludáronse con el “Santos y buenos días”, y así que hubieron pasado, díjole el buen hombre a su hijo:
—Párate un momento y escucha lo que van hablando.
Los pasajeros decían:




—¿Habéis visto? El tierno mozuelo a pie y el hombre robusto, hecho a todas las fatigas del mundo, a caballo.
—¿Qué te parece? —preguntó el buen hombre.
—Que no van descaminados —respondió el mozo—, pues quien más ha vivido más acostumbrado está a toda especie de privaciones y trabajos.
—Pues monta detrás de mí, a la zaga.
Hízolo el hijo, y siguieron así un buen espacio, hasta que tropezaron con un nuevo grupo de campesinos. Saludáronse con el “Santos y buenos días”, y así que hubieron pasado díjole el hombre a su hijo:
—Detengámonos un momento y oigamos lo que van diciendo.
Los rúst—¡Jamás se vió tal! El cansado anciano a pie y el mozo fuerte a caballo.
—¿Qué te parece? —preguntó el buen hombre.
—Que llevan razón —respondió el mozo—, pues los trabajos más son para las fuerzas nuevas que para las quebrantadas por los años.
—Pues apéate tú, que iré yo en el asno.
Hiciéronlo así, y de aquel modo fueron camino adelante hasta que se encontraron con un nuevo grupo de aldeanos. Saludáronse con el “¡Santos y buenos días!”, y así que hubieron pasado díjole el buen hombre a su hijo:
—Párate un momento y escucha lo que van hablando.
Los labriegos decían:
icos decían:

—¡Buen par de zánganos! Reventarán al borriquillo antes de acabar la jornada.
—¿Que te parece? —preguntó el buen hombre.
—Que no yerran —respondió el mozo—, pues tan débil es el asno que con nosotros dos sobre los lomos apenas puede dar un paso.
Paró entonces el buen hombre a la cabalgadura, volvió el rostro atrás, y encarándose con el mancebo le dijo:
—Pues tú me dirás quien está en lo cierto y con qué consejo te quedas. Que de casa salimos los dos a pie y no faltó quien nos censurara por llevar el burro sin jinete; montaste luego tú y hubo quien no fue conforme con que cabalgara el mozo mientras caminaba el viejo; otro halló mal lo contrario, cuando ocupé yo la albarda del asno, y por último, desagradó a otro que los dos nos acomodáramos en las espaldas de la bestia, y estas opiniones las fuiste tomando por tuyas. ¿Qué podremos hacer a gusto de todos? Por tanto, hijo, hagamos el bien según nuestra conciencia y despreciemos las hablillas de la gente.












 Libros de Emma-Margarita R. A.-Valdés

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