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En la altiva y vetusta catedral de
Toledo,
en la puerta que se abre por el lado
de Oriente,
he visto una cariátide que, al decir
de la gente,
de un hereje famoso era vivo remedo.
Cuando la lluvia cae por entre el fino
enredo
de los frisos que adornan esa mole
imponente,
una gota resbala sobre la faz doliente
y, al llegar a los ojos, se detiene con
miedo.
El sol, al levantarse en su marcha
gloriosa,
en la muerta pupila, como lágrima
viva, hace brillar la gota que rodó
silenciosa.
Y es así cómo ha siglos, sepultada
entre yedra,
la cariátide aquélla, que del mundo
se esquiva,
viene llorando a solas con sus ojos de
piedra
Demetrio Fábrega
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