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LA CIUDAD
La ciudad nunca duerme, resuenan sus gemidos por subterráneos negros, circulan sus miserias sobre el asfalto gris, hay fatigas de hambruna en fosos virulentos, solapados recodos estremecen rechazos, ululan las sirenas de la Ley o del médico, y en la mente emotiva que sufre este escenario se desvelan los miedos.
Con el frío alumbrado de la noche se marchita la carne juvenil, la máscara de pálido marfil es la caricatura del fantoche.
En la insomne ciudad reina el trasnoche, el casino, el prostíbulo, el cubil del sexo y la avaricia, la febril espiral de los vicios y el derroche.
Bajo el oscuro puente, en la pobreza, enfermo, repudiado y oprimido, el marginado es tétrico quejido.
Sobre las avenidas la riqueza vende el fruto diabólico y prohibido que hace del hombre libre un sometido.
La ciudad amanece ruidosamente triste; caravanas de sueños clavan en sus ijares espuelas de ambición; el sol irradia hiriente con metálico acento; el aire bochornoso trae nostalgia de espigas; sus cristales opacos son rostros de un reflejo, y en torres sin almenas ofrece al ciudadano la esclavitud de hierro.
El desaliento estéril, en el coche que rueda por el único carril hacia un entorno falso, injusto, hostil, forma la dura escarcha del reproche.
Al llegar es preciso que se abroche la capa que protege al juvenil espíritu anidado en la viril efigie que murió la última noche.
Los niños, los ancianos, con tristeza habitan telarañas sin latido, prisioneros en redes del olvido.
En la ciudad de piedra, la flaqueza que no hace de su piel cuero curtido es huérfana de nombre y apellido.
La ciudad crece y crece, con garras de hormigón exprime los recuerdos, abre luctuosos túneles a horizontes sombríos, construye soledumbre, túmulos geométricos, acumula cenizas de estáticas crisálidas, en sucias escombreras esconde sus deshechos y en celdas monolíticas encarcela ilusiones con grilletes de acero.
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