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EN LAS ÚLTIMAS DESGRACIAS DE ESPAÑA
Allá
del revuelto mar
Tras los secos arenales,
Donde sus limpios
cristales
Las ondas van a estrellar,
Donde en lucha singular
Disputando
a la Fortuna
Las ciudades una a una,
De sus guerreros el
brío,
Mostraron su poderío
La cruz y la media luna;
En esa tierra
encantada,
Que esconde, en perpetuo Abril,
Las lágrimas de Boabdil
En
las vegas de Granada;
Donde el ave enamorada
Repite entre los
vergeles
El canto de los gomeles,
Y cuelga su frágil nido
Del minarete
prendido
Entre ojivas y caireles;
Donde soñados ultrajes
Vengaron
fieros zegríes,
Regando los alelíes,
Con sangre de abencerrajes;
donde
entre muros de encajes
Y torres de filigrana,
Lloró la hermosa
sultana
Amorosos sentimientos
A los rítmicos acentos
De una trova
castellana;
Allá donde nueva luz
Alumbró, limpia y serena,
Sobre la
morisca almena
El símbolo de la cruz;
En ese suelo andaluz,
Cuyos
cármenes hollando,
Y en otro mundo soñando,
Cruzaron en su corcel
La
magnánima Isabel
Y el católico Fernando.
En esa región que
encierra
Tantos recuerdos de gloria;
En ese altar de la Historia;
En
ese edén de la tierra;
No el azote de la guerra
Infunde duelo y
pavor,
Ni causa fiero dolor
Que mira asombrado el mundo
El negro
contagio inmundo;
Allí otra plaga mayor.
Surgen allí
tempestades
Del suelo entre las entrañas,
Y vacilan las montañas,
Y se
arrasan las ciudades
Escombros y soledades
Son el cortijo y la
aldea;
La muerte se enseñorea,
Y, en medio de tanta ruina,
Se ve cual
llama divina
La Caridad que flamea.
Con sordo bramido el duelo
Todo
lo enluta y recorre;
Yace la maciza torre
En pedazos sobre el
suelo.
Salvarse forma el anhelo
De los espantados seres,
Y hombres,
niños y mujeres
Las crispadas manos juntan,
Y viendo al cielo
preguntan.
"Dinos Dios, ¿por qué nos hieres?"
Recordando en sus
delitos
las bíblicas amenazas,
Van por las calles y
plazas
Confesándolos a gritos.
Los corazones precitos
Se niegan a
palpitar
Y todos ven transformar
Al golpe del terremoto,
El abismo el
verde soto,
Y en escombros el hogar.
Se abate el pesado muro
Que
adornó silvestre yedra
Y brotan de cada piedra
Una oración y un
conjuro.
No hay un asilo seguro;
Ciérnese el ángel del mal;
Cada fosa
sepulcral
Abrese ante fuerza extraña,
Y parece que en España
Comienza
el juicio final.
Y entre la nube sombría
Que el denso polvo
levanta,
El coro terrible espanta
De los gritos de agonía.
Y entre
aquella vocería,
Con rostro desencajado,
El padre busca espantado,
Con
ayes desgarradores
El nido de sus amores,
Entre escombros
sepultado.
Convulsa, pálida errante,
Sobre el suelo que se agita
La
madre se precipita
Por la angustia delirante;
Vuela en pos del hijo
amante;
El rostro al abismo asoma
Lo llama llorando, y toma
Por voz del
hijo querido,
La que acompaña al crujido
De un techo que se
desploma.
En repentina orfandad,
Trémulas las manos tienden
Los
niños, que no comprenden
Su espantosa soledad.
Tan sólo la
caridad
Velará después por ellos,
Curando con sus destellos
su miseria
y su aflicción:
¡Cómo no amarlos, si son
Tan inocentes, tan
bellos!
¿Qué pecho no se conmueve
Ante cuadro tan sombrío,
Que al
corazón más bravío
A contemplar no se atreve?
Ante el infortunio
aleve
¿Quién no es noble? ¿quién no es bueno?
¿Quién de piedad no está
lleno,
Cuando es la virtud mayor,
Aun más que el propio dolor,
Sentir
el dolor ajeno?
Manda ¡oh, noble patria mía!
La ofrenda de tus
piedades
A las hoy tristes ciudades
De la hermosa Andalucía.
No es
favor, es hidalguía;
Es deber, no vanidad.
Llamen otro Caridad
Estos
óbolos del hombre,
Tienen nombre, sólo un nombre;
Se llaman
Fraternidad.
Con tierno entusiasmo santo,
Mezcla ¡oh patria amante y
buena!
Esa pena con tu pena,
Ese llanto con tu llanto.
Si al mirar ese
quebranto,
Tu triste historia repasas,
Verás que angustias no
escasas
Pasó, entre llantos prolijos,
Por amparar a tus hijos
Bartolomé
de las Casas.
POEMAS DE JUAN DE DIOS PEZA
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