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Perseo:
Este mundo es así —dice el
subconciente.
Palabras a veces sin sonido:
Noche que se hace carne sin
posesiones.
Erramos en el blanco sin volver los pasos.
No hay voluntades
independientes:
La noche, o el día nos acechan
y quedamos en su
velo:
boca de falacias y sofismas.
Icaro:
El mundo. Déjame ver
sus estériles destellos:
La espina en las axilas
o el amor póstumo en su
retinas.
Qué valor tiene el conocimiento
Que crepita —llagado en los
perspicaces hongos del humus—.
Qué fuerza patética disemina los
pólenes
con alas ineptas y venas más ateridas
que el braceo proscrito de
los peces en el agua.
Perseo:
Nos vemos en un gran espejo
agónico.
Fiamos del tiempo, a veces,
con dientes indescifrables.
La
tierra hiende su faz y sucumbimos.
Desde Pirrón a Ziehen
Nos acecha la
ironía de la Nada:
La única duda real que compartimos
en esta fiel succión
del naufragio
que oprime el pecho
y agita los siete círculos
sagrados.
Icaro:
El mundo glorifica su fugacidad
y el dolor
salado y líquido
que brota de los ojos.
Acaso porque, el cautiverio de la
contradicción,
nos pone entre aguas giratorias y gimientes.
A siglos que
estamos así.
Y, sin embargo, proseguimos buscando
en el mismo
abismo:
fondo de ojos devastados.
Bruma en la órbita de la
retina.
Aurora amarga en la garganta
Sonrisa ardida de
ceniza.
Mar roto en el pómulo de las olas.
Fuego de jinetes. Fuego
hirsuto.
Luz. Luz. Anhelo para libertarnos
de las sombras incorpóreas que
emasculan
el nombre filial de las cosas.
Perseo:
Sé que hemos
vivido en la redonda alacena del vacío.
No existen las cosas —resulta
paradógico, ¿verdad? —
Sólo la fuerza secreta de la esperma que torna lo
alado
en vivientes espejos de conciencial testimonio.
¡Ah, mis sentidos,
magma de la más espesa armonía!
Luz del cosmos. Hamacas de la
aurora.
Caballos enhiestos del horizonte.
Trenes lloviendo entre los
rieles del tiempo.
Bosques desde donde los ríos
crepitan y los pájaros
chorrean frescos gritos
de una cópula rauda e
irreductible.
Icaro:
No somos —yo o tú solos—
Un extenso cometa
en la palpitación del cosmos.
Por encima de todo está la causalidad
con su
hosco hocico de sapiencia:
el rayo irredento de la razón
y la apoplejía
fatua de la historia.
Así nos movemos en esta razón virtual:
Extensa
en sí misma;
pero infante en su delicia.
Perseo:
De mi memoria
emerge una lluvia blanquísima.
Hay memoria en mí, lo sabes.
Memoria.
Infancia mordida y embriagada:
Secreta antesala del
destino
entre esa luz rumorosa del musgo
y el hábito vívido de los
peces.
Testigo soy de esa embriaguez de los sentidos
y del redondo destino
que convoca.
A buen seguro mi certeza es metafísica:
Continuo reino de
sombras de donde emerge la luz.
Perseo:
Este mundo es así —dice el
subconsciente.
Palabras a veces sin sonido:
Noche que se hace carne sin
posesiones.
Erramos en el blanco sin volver los pasos.
No hay voluntades
independientes:
La noche, o el día nos acechan
y quedamos en su
velo:
boca de falacias y sofismas.
Icaro:
El mundo. Déjame ver
sus estériles destellos:
La espina en las axilas
o el amor póstumo en su
retinas.
Qué valor tiene el conocimiento
Que crepita —llagado en los
perspicaces hongos del humus—.
Qué fuerza patética disemina los
pólenes
con alas ineptas y venas más ateridas
que el braceo proscrito de
los peces en el agua.
Perseo:
Nos vemos en un gran espejo
agónico.
Fiamos del tiempo, a veces,
con dientes indescifrables.
La
tierra hiende su faz y sucumbimos.
Desde Pirrón a Ziehen
Nos acecha la
ironía de la Nada:
La única duda real que compartimos
en esta fiel succión
del naufragio
que oprime el pecho
y agita los siete círculos
sagrados.
POEMAS DE ANDRE CRUCHAGA
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