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Alguna vez, de pronto, me despierto:
Un
dolor me recorre tenazmente,
un dolor que está siempre, agazapado,
por
saltar, desde adentro.
Entonces tengo miedo.
Entonces, me doy cuenta que
estoy sola
frente a mí, frente a Dios, frente a un espejo
lleno de mis
imágenes,
de rostros polvorientos.
Estoy sola, pero siempre estoy
sola:
Es lo único cierto.
El amor era un huésped,
la soledad es
siempre el compañero
que permanece al lado, inconmovible.
Lo único
seguro, verdadero.
Oigo mi corazón, vieja campana
que dobla y que
golpea,
que rebota en las sienes y en la nuca
y en la boca y los dedos.
Es cierto, tengo miedo.
Miedo de no poder gritar, de pronto,
de que
ya sea demasiado tarde
para un ruego.
La costumbre ahoga las palabras
y alarga el desencuentro.
Ah, tantas cosas quedarán ocultas,
perdidas, sin recuerdo,
tantas palabras que no fueron dichas,
tantos
gestos.
Unos dirán: Yo sé, la he conocido,
fue una ardiente rebelde,
se desolló las manos y la vida
por defender los que creyó más débiles.
Otros dirán: Yo sé, la he conocido,
era dura, malévola,
avara de
ternura, con la boca
mostraba su desprecio.
Alguien dirá: Y cómo
sonreía...
Qué importa
lo que vendrá después del gran silencio.
Claro que tengo miedo.
Así, en la madrugada
mientras algún dolor -un
dolor, siempre-
va hincando sus agujas en mi cuerpo,
abro las manos en
la sombra dulce
para atrapar mi soledad, de nuevo,
y me quedo a su lado,
sin moverme,
con los ojos abiertos
la vida detenida.
Toda mi sangre
es un temor inmenso.
POEMAS DE JULIA ORILUTZKY
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