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La llamada de mi padre, alta como un penacho de
plumas
y al tacto como la pringamosa de aquellos baños. ¿Recuerdas?
Las
aguas ferrosas que calentaban tu cuerpo tenían colores,
de serpiente plana, y
la tierra se había descosido en sus
espacios, y llevábamos nuestra infancia
como un estandarte
sin sombras, entre paraísos de yeso, y ángeles
larvados
y la tía apócrifa. De ella digo, ¿qué digo?, que en sus
ojos
ardían mis espadas de estaño y que se había fugado
cuando las
hogueras carcomían la noche de San Juan.
Se me había advertido, se me había
repetido: “Octavio, Octavio,
una gran ola salió del río cuando tú nacías. Nos
salvamos
porque las campanas sonaron a muerto y la familia
había cavilado
toda esa madrugada. Trepamos a los cerros
y durante todo un día vimos morir
al pueblo. El Huascarán
nos miraba y entonces fue que sentimos esa
blancura
imperdonable”.
(Nosotros tres habíamos enterrado
ceremoniosamente,
en un rincón del patio, bajo la gotera, al canario muerto
entre
las trenzas de mi hermana. Las campanas del ángelus nos
doblaban las
rodillas
y de la muerte sabíamos que era una bella palabra.
Sí, porque
mirábamos a los púlpitos de arcilla achacosa
en donde dormitaban ángeles
bonachones, y nosotros sabíamos
llevar el domingo en los hombros, como una
prenda nueva.)
No volverás a aquello, ni hallarás ese patio cuadrado
con
una fecha dibujada en piedras negras. Los países se encogen
como esa tía
abuela que olía a alcanfor,
y los hierros de las capitales inundan esos
claros espacios
donde tu corazón anclaba, como un canto rodado. No
sentirás
los pasos de tu padre midiendo las estancias donde los
retratos
negreaban, como párpados muertos. No volverás
recuerdas
ahora?
ahora recuerdas? “Júrame que no dirás
a nadie que esa
lechecita
que tienen los grandes entra
al estómago, y después dicen
que
nace el hijo. Como a la Asunción,
te acuerdas de su barriga. No lo
digas
a nadie”. Y nosotros espiábamos, porque en el pórtico de
esa
casa
que olía a jazmines, las hermanas Cárdenas besaban,
y se
hacían besar por los soldados.
Entonces los sudores repentinos desleían las
sábanas de lino,
y yo había creído en los cuentos de la india
desdentada
que vendía yerbas contra el mal de ojos, y cuando vi
esa mano
huesuda en el terrado, bajo ese cielo rojo,
ella rió y lloró, cubriéndome de
besos.
Oh, los sueños, los sueños que tomaban la forma de cestos de
mimbre
donde un niño dios nadaba entre dos aguas! Yo no conocía
el
mar
y todo era sólido al tacto, como aquella familia
que se había
procreado entre cerros y estrellas, en tiempos tan
lejanos
como la lengua
que hablaban los sirvientes. Pedro Granados
me cargaba conmovido. Sus más
jóvenes hijos eran muertos
en un aluvión de piedra y lodo, y yo había
oído
que en ciertos días perdía la memoria. Oh, y la
hermosa
caligrafía
de tu madre, y sus manos que dibujaban catedrales de
barro
cocido,
y los prohibidos baúles de cuero, donde los libros se
agitaban
como peces asustados!
De qué se llora, dí de qué se
llora
cuando se tiene padres sólidos, y la saliva invade la boca,
y se ha
recibido una vieja cuchara de plata,
y se pasea, a la luz de la luna, por un
bosque de cedros
conteniendo las ganas de orinar. De qué se llora
entonces
cuando en las tardes de yodo hemos prendido velas
a los santos
patronos, cuando nada ha caído, salvo, tal vez,
el nido de ese pájaro en un
charco. De qué se llora
cuando los días se cierran como un aro y el
mundo
es una palabra que salta y produce escozor en nuestras
lenguas?...
Recuerdas, exiliado por tu brutal sonambulismo, recuerdas
las
alcantarillas de tu ciudad que nutrieron al río de oro,
recuerdas el
abrevadero, junto a la alameda de los muertos
marcada con enormes piedras
blancas como el llanto de un dios,
donde se encontraban los talismanes y los
palos torcidos
que inundaban de majestad tu frente?
(Seres, nombres de
seres.
Deslumbramiento de monos habladores bajo el cielo
feriado./
Tambores
de piel de chivo alejando cosas y cosas de
bronce
hacia las capitales escarlata, mientras mi madre, partícipe de
mi
sueño, aguardaba por unas bellas frutas que yo había visto
en el
mercado, al fondo, junto a las ollas pintadas.)
De este destino diré hoy que
lo ví crecer
como el arco de yeso de la casa, cuando mi sombra huía
como
una llama muerta. Y del llanto que pendió
de los dedos monótonos, digo que
puede ser ternísimo
cuando se tiene una espada de lata
y las estrellas
llegan a abrevar sus distancias
en la mirada parda.
Porque yo
recuerdo
que tuve todo eso, y que vi reposar a un burro blanco
en el sol
de Enero y que oí comentar a los mayores
las noticias de cierta lejana
guerra. Y el movimiento del caballo
y ese rey perezoso me retuvieron horas y
horas
en el perfume de la media mañana, bajo el sol de Enero,
esperando la
brillante jugada de mi padre.
POEMAS DE RODOLFO HINOSTROZA
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